LOS ENAMORADOS

Cuenta la leyenda…

¡Cuenta la leyenda! – proseguía el viejo maestro:

Que, en el momento de la creación del hombre, Dios tomó un pedazo de barro y le dio forma a un animal. Pero, al terminar, salió tan feo que decidió alargarle un poco los brazos y las piernas, aunque seguía pareciendo un hipopótamo de patas largas, y no le gustó. Entonces, intentó enderezarle la espalda, pero se le fue la mano. En ese momento pensó: “Pues serás como un oso”. Sin embargo, luego se dijo que para qué crear otra especie de osos.

Tomó entonces una hoja del bosque y, por primera vez, alisó la superficie del ser que moldeaba. Le resultó divertido ver una criatura sin vellos para el invierno, y lo dejó así, inconcluso, y se fue a dormir. Pero al día siguiente, sintió una gran emoción y sus manos le picaban de entusiasmo. Esta criatura nueva era rara: bípedo, lampiño, débil por naturaleza. Cuando vio cómo el resto de los animales se burlaban de él, decidió acogerlo como su propia mascota.

Con el paso del tiempo, el Dios del cielo observó que la criatura, a diferencia de las demás, no tenía una pareja con quien compartir. Inspirado en la forma del hombre, creó a la mujer. Al principio, le dio ocho pezones, pero al ver que era tan débil que no podría con tanta carga, siguió probando: seis, cinco, cuatro… Hasta que Adán, como se llamaba el hombre, le dijo: “Maestro, ponle dos, y que sean rellenitos”. Dios, sorprendido, escuchó hablar a su criatura por primera vez.

– ¿Hablas, Adán?

– Sí, maestro, tanto he estado a tu lado que, sin darte cuenta, me has regalado, junto con mi fealdad, la inteligencia.

– Pues bien, hijo mío, dime: ¿cómo deseas que sea tu compañera?

Así, Adán fue describiendo a su mujer. Al terminar, Dios la contempló y le dijo:

– Hijo mío, esta será tu prueba. Pero mejor los mantengo separados mientras pienso cómo evitar que seas tan susceptible. La diferencia entre macho y hembra no debe ser tan grande, pues en un instante pasas de ser un cazador a convertirte en una presa fácil para el resto de las criaturas.

Entonces, Dios encerró a la hembra en una pequeña caja y advirtió a Adán que no jugara con ella hasta que él terminara de perfeccionarla. Sin embargo, en cuanto Dios se echó el primer ronquido, Adán no perdió tiempo y tomó a la mujer, haciéndola suya. Fue tanto el amor que brotó entre ambos que Dios despertó con el alboroto.

– ¿Adán, qué has hecho? Ella aún no está terminada; se vuelven débiles el uno con el otro, y corren muchos riesgos. ¡Dame a la criatura!

En ese momento, una voz suave como la miel y firme como una espada resonó:

– No soy criatura ni pertenezco a nadie. Soy mujer y me llamo Eva. Con nuestro amor no podrás hacer nada, porque llevo su fruto en mi vientre. Aquello que crees que nos debilita, nos hará fuertes. Es el amor, el respeto, la inteligencia, y esa misma “debilidad” lo que nos fortalecerá.

Dios miró a Adán y le dijo:

– Yo creé a la mujer, pero tú le has enseñado en una sola noche todo lo que sabes. Ahora debes decidir: puedo crear otra compañera para ti o puedo condenarlos a ambos a un amor más grande que el de todas las especies, con celos y deseos para que sufran eternamente con el dolor que sus propios corazones se causen.

Sin esperar, Adán y Eva respondieron al unísono:

– Señor, nos amamos, y nosotros mismos aceptamos nuestra condena.

Daniel había escuchado esa historia mil veces y, al terminar, le preguntó al anciano de dónde había sacado aquel cuento. El maestro, sin titubear, sacó una “Torá” –el Antiguo Testamento de la Biblia– y le respondió:

– Hijo mío, está escrito aquí desde hace más de 5,000 años.