Por primera vez, Daniel se enfrentaba a un nuevo reto. Dentro de las normas del monasterio, todos los monjes debían adiestrarse en tres modalidades: artes manuales, algo de ciencia, y algo de filosofía o humanidades, para luego impartir sus conocimientos a las nuevas generaciones. El éxito de los maestros se evaluaba directamente según el rendimiento de sus alumnos; era, en verdad, una cuestión de orgullo y amor propio. La evaluación era siempre realizada por el educador y dos eruditos más, y las pruebas se llevaban a cabo de forma completamente aleatoria. En una ocasión, por ejemplo, le preguntaron al mismo Daniel cuántos litros de agua serían desplazados de un cubo al introducir un balón de fútbol.

Ese día, la clase era de matemáticas puras. Sus alumnos, de entre 6 y 19 años, debían pasar un examen de 100 preguntas, que abarcaban desde operaciones simples hasta polinomios y raíces cuadradas, y disponían de solo dos horas para completarlo.

Este era un desafío al que Daniel pocas veces se había enfrentado en su vida. ¡No estaba realmente en sus manos su propio futuro! Todo era incertidumbre. Sabía el amor y el tiempo que había dedicado a cada uno de sus pupilos, pero en ese momento, sentía que eso no bastaba. Lo que más le inquietaba era que él conocía bien la materia, y su orgullo le quemaba por dentro: ¿cómo lo harían sus alumnos? Como si fuera poco, los maestros asignados para supervisar el examen eran precisamente los mismos que, en el pasado, le habían impuesto a él este mismo tipo de prueba. ¡Qué fracaso y qué vergüenza si no lograba rendir honor a sus mayores!

Sentados todos en el salón principal, los maestros planteaban las preguntas, y los jóvenes debían anotar inmediatamente sus respuestas. Luego, Daniel debía calcular mentalmente el resultado de cada operación. Los estudiantes levantaban un abanico blanco si su respuesta coincidía con la de Daniel, y uno rojo si tenían un resultado diferente. Si el maestro cometía más de tres errores, la prueba se terminaba y esa materia quedaría proscrita para el aspirante.

Los minutos transcurrían interminablemente, y las preguntas se sucedían una tras otra. Daniel había perdido la noción del tiempo, y el sudor le empapaba las ropas. Sin embargo, sorprendentemente, los abanicos rojos apenas aparecían, y se iba respirando un ambiente más ligero en la sala. De repente, uno de los ancianos se volvió hacia Daniel y le dijo:

—Maestro, de los 64 alumnos que han presentado la prueba, el 97% ha aprobado con una calificación sobresaliente.

Daniel, lleno de emoción y en un gesto impulsivo, se echó al suelo y, pidiendo perdón, pidió otra oportunidad. Al ver la reacción del joven, los ancianos rieron y le dijeron:

—Estimado Daniel, estabas tan nervioso y habías puesto tanto poder en manos de otros que nunca te diste a ti mismo la oportunidad de éxito que merecías. Solo te diremos, joven maestro, que el 3% restante ha superado con notas muy por encima del notable.